domingo, 24 de febrero de 2008

Palillos empacados, (2)

El bar de ayer tenía dos niveles, sus balaustres eran de metal y sus sillones de cuero blanco. Tenía vista a la plaza, una gran cava de vinos argentinos iluminada sutilmente de rojo, mesas de maderas finas y lámparas colgantes de vidrio y metal. Los focos iluminaban con delicadeza y en las grandes pantallas de plasma se proyectaban paisajes oscuros. Era más bien, según la descripción minimalista del nombre, un lounge. Amplios espacios con música ambiental, quiteños fashion que salían de la plaza del momento, aperitivos ridículamente costos, y matices metálicos. Sobre el escenario que se iluminaba con láser verde y azul, un hombre, una mujer y una computadora creaban los sonidos ambientales.

Cuando me senté, vi que en la mesa se tallaba un sofisticado hueco cuadrado. Tenía cuatro secciones, cada una llena un algún tipo de semillas. Un vidrio cubría el conjunto. Sobre la sección ocupada por granos de café encontré una serie de adornos metálicos y de líneas simples. Entre ellos estaba este pequeño cilindro plateado. Parecía lápiz labial. Entonces, girando su base, intenté abrir el artefacto metálico sin ningún éxito. Me cansé y ordené filete acompañado de ese vino argentino que tanto me gustaba. Conversé un rato y llegó el aperitivo. Después llegó mi filete y mi vino. Todos comimos. Fue cuando pensé cuánto me disgustaba la carne por los residuos que deja entre los dientes. Su sabor siempre es digno de excelentes vinos, pero también de la trabajosa limpieza dental. Tendría una larga noche y entre los dientes, molestosos hilillos de solomillo al jerez.

Todavía no descubro si fue una reacción instintiva, un recuerdo de infancia o simplemente curiosidad. El caso es que, cuando me di cuenta, tenía, en una mano, el supuesto lápiz labial ya destapado, y en la otra, un palillo rojo que limpiaba ávidamente mis dientes.

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