viernes, 8 de febrero de 2008

Concierto

Qué agobiante ser paulatino, hacer las cosas como medidas, demasiado pensadas, evitando todo, errores desastrosos e increíbles aciertos, evitando el agobio, que por intentar evitarlo termina llegando sin que nos demos cuenta, y por eso, llega con más fuerza. Qué cansado esperar para que lo que debe suceder suceda, y que por esperar no termina por suceder nunca, o sucede como nunca hubiéramos querido; qué cansado tener que detenerse en lo paulatino para que las palabras dejen de ser ideas y pasen a ser oídas, casi reales. Qué perturbador decir lo que no se quiere o que se preferiría no decir nunca. Palabras que no parecen pronunciadas por nosotros ni por nadie, solo ajenas palabras de las que no nos arrepentimos pero que con cierta continuidad y docilidad recordamos, tal vez mientras nos encontramos a nosotros mismos haciendo cosas que preferiríamos no hacer.

Llegar antes para acertar con un puesto conveniente sin saber que las puertas están todavía cerradas y que unos desconocidos esperan como nosotros a que las abran. Sonreírles, saludarles, escuchar sus palabras involuntariamente, hacer amago de que entendemos lo que quieren o no decir, pretender conocer a todos solo para no tener que soportar la soledad de un teatro todavía cerrado, cuando sabemos que difícilmente los hemos visto y que más difícilmente los volveremos a ver. Seguir así, parados o entumecidos durante el anónimo tiempo que el portero considere adecuado, para luego despedir la cansina tertulia con ademanes instantáneamente olvidados, y continuar esperando (o haciendo nada que es lo mismo pero manso), o recordando sin aparente voluntad palabras nunca dichas por nadie. Palabras ajenas, mezcladas con gestos indulgentes e incómodos, calculados para evitar el error. Y luego calcular las palabras que decimos y los movimientos que hacemos, aunque después los olvidemos para siempre o tan solo los recordemos al encontrar entre una pequeña multitud a quien debía acompañarnos, sentarse a nuestro lado y atender, como nosotros, solo el escenario, los sonidos y los gestos tan medidos, practicados para evitar el error pero no ningún acierto. Encontrarla riendo, saludando, escuchando palabras involuntariamente, pretendiendo entender o conocer a todos. Dejarla parada y entumecida al lado de alguien que acaso está agobiado o precariamente interesado, hasta que nosotros consideremos prudente, sin saber que no son desconocidos, o al menos no uno, y que ella no despedirá esa tertulia que debió comenzar en la tarde y que no era tertulia, con ademanes que al instante se olvidarán, pero que sí se recordarán sobre los asientos, notando, no como nosotros, a quien ocupa el conveniente puesto desde donde no se calcula. Y pensar en sus palabras nunca calculadas.

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