
Suavemente deslizo el dedo índice entre el gatillo, cargo mi Sig-Sauer P220 y con el dedo pulgar desato el seguro; es cuestión de práctica, arriba, abajo y atrás. Escucho el armonioso clic, acaricio mi revólver, lo llevo hasta mi rostro y lo apego a mi mejilla.
Entonces siento su gélido cuerpo y cierro mis ojos, pienso en su consistencia y me excito, lo apunto hacia mí y esbozo una tibia sonrisa. Veo a aquel muérgano en frente corriendo, danzando, dando vueltas. Una lágrima corre por mi mejilla, y el disparo no tarda en escucharse. Hace mucho que siento que no soy yo el que dispara.
Llevan chompas verdes, entre ellos hay hombres y mujeres. Les tengo mucho miedo, ay si usted escuchar la cantidad de atrocidades que dicen que comenten, tienen una cantidad de armas, que usted ni se imagina, yo no sé de donde las sacan. Viven en los bosques, bien al fondo, de los que han intentado seguirlos no se tiene registro. Desaparecen misteriosamente. Generalmente nos visitan en la oscuridad. Y cuando deciden llevarse gente, la mayoría son niños y mujeres. Acá en la villa casi todos los hombres estamos ya muy viejos como para prestarnos a armarles bronca a esos desgraciados.
Seguro que esos malditos milicos lo mataron y no contentos con eso antes de cometer ese atroz acto lo violaron, malditos maricones. Pero más seguro estoy que esto va a quedar impune. Al fin y al cabo ellos tienen el poder y las armas y las bombas. Así que el silencio y la indiferencia es nuestro mejor aliado. Sólo nos queda cuidar el pellejo y el culo.
Yo si los he visto, parecen fantasmas. Aparecen y desapareen en un abrir y cerrar de ojos. Un día yo estaba en medio de la plaza, y me dijeron que los guerreros se acercaban. En cuestión de segundos, en aquel lugar ya no caminaba un alma. Yo estaba recién llegado. Preferí largarme.
Un cadáver yace sobre el frío pavimento. Al parecer es un niño (de 6 a 10 años). Lleva unas botas viejas, una camisa desteñida y unos calzones rotos. Lo cubre de pies a cabeza, un manto de sangre. Sangre fría. Tiene una herida de bala en su cabeza, puedo distinguir entre su polvoriento rostro sus secos mocos escapando de su desfigurada nariz. Soy el primero en percatarme de este extraño incidente. El motivo del asesinato lo desconozco. Nadie sabe como pudo ocurrir el suicidio. Al parecer lo asesinaron esta misma mañana. Aún no tiene el color de los muertos.
José Castro.
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