viernes, 8 de febrero de 2008

Carnestolendas

Mientras escribo estas líneas, la bossa nova de Jobim, con sus sonidos afelpados, me remite a cualquier arena levantada por la brisa en alguna playa. Atrás la gente bebe, conversa, y quién sabe, hasta baila. En el mejor de los casos se dedican a escuchar Itapuã o la famosa Garota de Ipanema. Pero el aire huele a ballenato, a salsa y a reggeaton. También huele a mar y a alcohol barato. Ahora los tambores, más cadenciosos, me recuerdan a Rio. Huelo al Carnaval (o a vodka, es difícil saberlo). Y me acuerdo de las Carnestolendas.

Frustrado veo mis páginas vacías, solo con un par de referencias históricas. Al parecer los historiadores quiteños preferían evadir en sus obras la evolución de saturnalias y lupercales en lo que llamamos Carnaval y algunos doctos, Carnestolendas, porque, aún buscando horas, solo encontré tres párrafos que mencionan esta fiesta. Estoy seguro que los carnavales de los que González Suárez sabía no se limitaban «mujeres con vestidos poco honestos (…) para dejar descubiertas aquellas partes superiores del cuerpo que la modestia manda llevar ocultas [díganse los hombros y lo superior del busto]; (…) el fandango, en que [se] padecía grave quebranto [a] la moral; y, (…) el juego de carnaval». El gran historiador Pedro de Mercado, en el apartado que dedicó a la fiesta de Carnestolendas, prefirió describir la procesión que honraba las numerosísimas reliquias traídas desde Europa para el Colegio de Tunda. En carnaval, el pueblo escapaba de la rigurosidad de la Cuaresma y la clerecía escapaba a la piedad.

Hasta ahora, como los vapores y mi mente turbada dijimos, el Carnaval sirve para errar. Para embriagarse con alcohol y con mala música.

Con la esperanza de poder escribir en otro post una referencia más detallada del carnaval, sigo escuchando la bossa de Jobim.

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