lunes, 18 de febrero de 2008

Assacando falsedades (2)

La prosa que Páez maneja en Rolando es escarpada y meticulosa. El ritmo de sus descripciones y narraciones resulta, hasta cierto punto, latoso. Sus diálogos, en cambio, me parecieron bien logrados. Asimismo la unidad que logra con ciertos conceptos y ciertos personajes.

Ya desde la primera línea, que se presenta admonitoria, podemos darnos cuenta del ritmo y del lenguaje que manejará la novela: obscuros. En ciertos casos, como el episodio del capítulo tercero que describe la hacienda de Rolando Galassi [p. 39], las descripciones se convierten en fatuas líneas que se suceden y se suceden sin sentido. La escarpada pendiente que constituye su prosa no devuelve más que ampollas y dolores musculares. El esfuerzo de adaptar nuestro español a uno roto sintácticamente, a diferencia de lo que pasa con Carpentier, en, por ejemplo Oficio de Tinieblas, se paga con un hastío lingüístico que adultera el placer literario. El sabor de boca que deja Carpentier es uno minucioso, de totalidad. Deja una textura satisfactoria, que regresa y, como el difícil néctar de un avispero, rememora sabores deliciosos. Pero no deleznables, grumosos, como pasa con Páez. Aún así, la meticulosidad de Don Santiago en varios pasajes de su obra, como el incendio de la casa de Galassi [cap. VII], presentan obstáculos cuya solución puede resultar gustosa.

Esta novela está llena de paradojas. Es precisamente antes del molesto episodio de la hacienda de Galassi cuando el escritor demuestra una gran habilidad en el manejo de la actitud dramática. No solo logra un diálogo completamente verosímil, sino también un interesante juego de personajes y conceptos que impresiona. Me refiero a la ecléctica conversación que mantienen Sturman y Thomas acerca de las pequeñas piezas de un reloj (cada cual tiene un sitio y función precisa, como en un cuento) y Alfaro (acaso la mano que da cuerda al reloj liberal), la fiesta del corpus y los desagradables conservadores.
Asimismo, las conversaciones que el metamorfoseado Rolando mantiene, en calidad de «ciego» chismoso con los transitorios pobladores de las Plazas de Quito, asimilan tanto el discurso de la novela cuanto el discurrir quiteño. En cierto punto lejano, los personajes, o más bien el espacio de ese Quito arremolinado y turbio, algo tienen del Santiago de Oficio de Tinieblas y la anónima ciudad de El derecho de asilo. A lo mejor esta construcción obscura del espacio por medio de ambiguos personajes sea lo que me remitió a Carpentier (la sociedad de Santiago, las multitudes quiteñas, las carpenterianas, las mujeres voluptuosas: todos azorados por su espacio). En fin, ambos parecen cuajar en sus textos la idiosincrasia de las sociedades que los vieron nacer y solo a uno, todavía, morir.

Compartir

No hay comentarios: