Ya desde la primera línea, que se presenta admonitoria,

Esta novela está llena de paradojas. Es precisamente antes del molesto episodio de la hacienda de Galassi cuando el escritor demuestra una gran habilidad en el manejo de la actitud dramática. No solo logra un diálogo completamente verosímil, sino también un interesante juego de personajes y conceptos que impresiona. Me refiero a la ecléctica conversación que mantienen Sturman y Thomas acerca de las pequeñas piezas de un reloj (cada cual tiene un sitio y función precisa, como en un cuento) y Alfaro (acaso la mano que da cuerda al reloj liberal), la fiesta del corpus y los desagradables conservadores.
Asimismo, las conversaciones que el metamorfoseado Rolando mantiene, en calidad de «ciego» chismoso con los transitorios pobladores de las Plazas de Quito, asimilan tanto el discurso de la novela cuanto el discurrir quiteño. En cierto punto lejano, los personajes, o más bien el espacio de ese Quito arremolinado y turbio, algo tienen del Santiago de Oficio de Tinieblas y la anónima ciudad de El derecho de asilo. A lo mejor esta construcción obscura del espacio por medio de ambiguos personajes sea lo que me remitió a Carpentier (la sociedad de Santiago, las multitudes quiteñas, las carpenterianas, las mujeres voluptuosas: todos azorados por su espacio). En fin, ambos parecen cuajar en sus textos la idiosincrasia de las sociedades que los vieron nacer y solo a uno, todavía, morir.
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