domingo, 24 de febrero de 2008

Palillos empacados (1)

Al Sr. D. J, que me mostró lo que nunca había visto.

Acaso sea cierto, pero ayer en un bar escuché a alguien decir que los viejos recuerdan todo porque se dedican a repetir sus cuentos. Oí también que algunos afortunados tienen tantos que difícilmente repiten alguno. Otros solo cuentan una única leyenda que redunda.

Cuando chico, oía a los adultos hablar de gloriosos pasados. Hablaban del segundo Himno más hermoso del Mundo, del victorioso tórax de un patriota. Pero por algo, con una suerte de sarcasmo pueril e inconsciente, me creaba una idea muy distinta de estas regiones. Dormido, como estaba, en la incongruente niñez del pequebús quiteño, al menos durante un tiempo pude distanciarme de todo este nazionalismo.

La gente veía llapingachos donde los palillos de dientes labrados en madera eran lo más evidente. No por su agudeza, sino por sus sonidos chullescos. Y luego, las fanescas familiares. Básicamente, mesas plagadas de sopas y pescados pestilentes. Pero la botella de Coca-Cola y las «masitas» sobresalían sobre los doce-discípulos-leguminosas que se bañaban en caldo de abuela. Eso sí, el mejor caldo de toda la ciudad –el de mi abuela, no de la tuya–. Después, los viejos comían con los viejos y los guambras con los guambras. Desde arriba resbalaban pasillos y gruesas carcajadas. Abajo, en la mesa reservada para primos y alguna tía joven, hablaban de la Britney, de Beverly Hills nueve–cero–etc., de astrologías baratas. Todos comían fanesca y tomaban cola. Y aunque a veces decía algo, me limitaba a escuchar y a comer. Luego todos se iban. La casa de mi abuela quedaba vacía, con inercia contenida.

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