domingo, 17 de febrero de 2008

Assacando falsedades (1)

Luego de una atrasada pero minuciosa lectura de la primera crónica, Rolando, del libro Crónicas del Breve Reino de Santiago Páez, noto varias cosas. La más amplia, pero al tiempo más sintética, es su textura barroca. Sabiendo que la mejor forma de proponer un ejercicio crítico es comparando la obra a criticar con otra similar, me propongo comparar a Páez en Rolando con Carpentier en Guerra del tiempo y Concierto barroco –evidentes las distancias, pero evidentes también las similitudes–. Asimismo me disculpo por no utilizar otro escritor más oportuno.

Para que una obra literaria se describa como barroca debe cumplir ciertos requisitos mínimos. A saber: la adjetivación meticulosa, el gusto por las figuras literarias, la ruptura sintáctica y, dependiendo de la corriente, o bien un virtuoso manejo de la lengua, o bien un manejo magistral de los conceptos. O bien ambos. Todos lo sabemos ya. ¿Pero para que sea llamada arte, la obra literaria acaso no debe crear ciertos matices especiales: aquellas texturas reservadas para maestros? Carpentier evidentemente lo hizo.

El lenguaje que Páez utiliza es innegablemente barroco. Su modus operandi básico es usar extensas oraciones gramaticalmente complejas y manejar un léxico oscuro. Entonces nos remitimos inmediatamente tanto a la lírica barroca como a las descripciones de Carpentier. Sin embargo, en Carpentier, cada palabra, más aún la que exige diccionarios, está delicadamente ubicada dentro de una deliciosa y rítmica prosa que además es coherente con el concepto. Tomemos el inicio de Concierto barroco. Después del epígrafe bíblico «…abrid el concierto…», literalmente, un concierto fonético se abre a nuestra inteligencia. Las dos primeras oraciones ocupan poco menos de una carilla de carta. Son extensas y su gramática llena de hipérbatos resuena, a manera de preludio, durante las siguientes tres hojas. En esas dos oraciones, que calculo tendrán poco más de cien palabras, el vocablo plata se repite, sin fastidio, diez y nueve veces. Y a cada repetición toma un nuevo significado. Otro matiz. Y se nota, en el mismo lugar que se descubre la textura, que Don Alejo calculó escrupulosamente el lugar de cada palabra. No sobra ni falta nada. Todo está donde debería. No hubo gasto de palabras al escribir ni habrá desperdicio de tiempo en la lectura.

Ahora bien, cuando abrimos el libro de Páez nos encontramos con un Liminar que comienza tedioso: las notas al pie de página (hasta cierto punto, inservibles). Ya Vila-Matas dijo, en relación al olvido del escritor, «porque esa página ya la ha perdido, se ha ido literalmente volando (…), responde a preguntas que otros hombres le hacen y que su autor no podía siquiera imaginar». El escritor debe, según el español, ser olvidado apenas ha cesado de escribir. Y el texto, entonces, se defenderá solo. Estas muy borgianas notas de Páez se me presentan como una suerte de defensa, de empujoncito maternal. De hecho, todo el Liminar, parece una larga justificación de las páginas venideras. Una justificación inverosímil. Luego comienza la primera crónica.


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