miércoles, 30 de abril de 2008

Chaparro: El flujo de la conciencia


Por: José Luis Castro

Para desmerecer a Chaparro se han dicho muchas cosas, por ejemplo: alguna vez alguien dijo que sabía cómo hablaban los personajes de Opio en las Nubes, pero no cómo escribía el colombiano. La objeción es tan patética y tan consagratoria como las acusaciones que, durante muchos años, se esgrimían contra Borges, tachándolo de escritor de segunda mano y de plagiario. Para refutar las acusaciones a Chaparro, o llenarlas, por el contrario, de razón, basta con olvidar cómo escribe Chaparro y recordar qué es lo que hace. Y lo que hace, lo que Chaparro hizo en su primera y única novela fue atentar contra lo tradicional. Llenar páginas, con metáforas sangrientas, bulímicas, desesperanzadoras. Establecer relaciones entre los segregados y la literatura. Utilizar herramientas narrativas para expresas sensaciones. Contar mágicamente la vida de un borracho, la de un drogadicto, la de una puta o la de un gato. Amasar las palabras, simplificar oraciones, añadir sustantivos, matar comas y amar a los puntos. Chaparro transforma a la desolación y el desengaño en hábito. Algo similar ocurre con su prosa, durante los primeros capítulos resulta extraña, ajena y chocante, hasta que el trip o las tribulaciones se tornan en rituales, y los rituales se exageran y todo lo excesivo aburre. Experimenta con nuevas corrientes; el rock es su influencia predilecta y de esa forma logra advertir verdades escamoteadas, esfumar secretos innobles. Desordenado, novedoso, tremebundo, son solo adjetivos vagos para describir su estilo.

Sin embargo, y muy a pesar de las estratagemas que Chaparro utiliza entre cada una de sus páginas, por un momento tuve la sensación, al terminar de leer la novela, de que la historia pudo haber concluido cincuenta o hasta cien páginas atrás y el resultado seguiría siendo el mismo. Llevo todavía el sin sabor consistente en saber qué pasó con Amarillo, Sven, Lerner, Marciana, Gilmour… y tantos otros antihéroes del mundo de Chaparro. Tal vez el pero pecado que pudo cometer Chaparro Madiedo, fue el de anteponer su preocupación por la estilización del lenguaje a lo que quería contar, que aunque riguroso, se pierde entre símiles que deberían ser acribillados.

La duda se repite siempre, qué tuvieron en común Chaparro o Caicedo, con los Beats, con Burroughs o con la poesía de Gingsberg para que sus temas recurrentes sean los mismos: el alcohol, las drogas, los antisociales, la muerte, la vida, aquellos que desvarían por el mundo sin un objetivo, ni una función. Ellos son los grandes verdugos de la sociedad, los degolladores inmisericordes de las personas y de la erudición.

Al final es el tiempo el que se encargará de sentenciar a la literatura de Chaparro: burbuja o fruto. No obstante, Bolaño alguna vez dijo que dentro de 6000 años menganito y Shakespeare ocuparán el mismo lugar dentro de las oscuras moradas de olvido.

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