Y por medio de un lenguaje evidente, lleno de Mierdas y trozos de Rock por todos lados, construye un lenguaje propio. Logra un amplio símbolo lingüístico, personal y urbano. Con la repetición de kakekotobas chaparrenses dibuja, a lo largo de fragmentos casi inconexos y flotantes, a cada uno de sus personajes. Es incluso posible imaginar, en el segundo capítulo, la voz de Sven o más allá el olor a viernes de la ciudad. Y todo por su lenguaje sugerente en la crudeza, en el ritmo cortante, en lo discontinuo. Rafael Chaparro, además, transgrede los límites puramente semánticos de su lenguaje: va hacia el terreno sensorial y lo mezcla con palabras: «Huele a labial, a mujer rodeada de oscuridad».
Aún cuando, y tal vez por eso, mis lecturas de japoneses son escuetas y la de Chaparro también, me es inevitable asociar a este escritor con las prácticas de la literatura japonesa. A veces pienso que Chaparro, al igual que otros vanguardistas como, pongamos por caso a Palacio, logró una literatura tan cruda y personal que llega a ser ambigua y sugerente. Es esa literatura que obtiene impresiones extrañadas desperdigadas en novelas desconectadas, pero comunes a todos. Hizo lo que Japón ha venido haciendo desde hace tres siglos: kakekotobas, harmónicos, lenguajes sugerentes y trozos brillantes, pero sin el refinamiento en la levedad y la gracia japonesa sino con realismos sucios, propiamente urbanos. Chaparro sugiere y harmoniza desde lo grotesco e inconexo de lo evidente.
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