miércoles, 28 de noviembre de 2007

La Corona de Cartón (1)

Me gustaría hablar de la gente que frecuenta prejuicios sin sentido y deja que sean estos los que juzgen, antes que su criterio. No voy a hablar de prejuicios sobre las personas. Me parece inútil. Que cada quien piense del resto lo que quiera. No es mi problema. Hablo, más bien, de los prejuicios con los que solemos acercarnos al arte.
Detesto calificar moralmente lo artístico, pero excepcionalmente me permito, al menos con el pensamiento, alargar mis juicios a ese detestable terreno. No para juzgar al arte, si no más bien a aquellos que lo pretenden y a sus actitudes (que presentan interesantes anomalías propias y en muchos casos tan risibles que se vuelven lastimeras). Lo más seguro, acaso lo haga para criticar las mías y evitarlas. Acaso para divertirme. En fin, como decía, me permitiré, no sin harto temor, alargar las palabras lo suficiente como para tocar levemente ese obsesivo tema.
He notado lo evidente. He notado los dos grandes prejuicios artísticos que gente como yo tiene. El primero de grandeza y el otro de exigüidad. Tanto para lo ajeno como para lo propio. En general me limitaré a decir que ambos afean la actividad artística y la envilecen y la convierten en una suerte de corona de cartón pintada de dorado y repleta de bisuterías baratas, con chinescos y campanillas agregadas. Tendemos a utilizarla cada vez que alguien nos ve, desnudos. Y tiene la asombrosa capacidad de acartonar todo nuestro cuerpo, de hacernos hablar de tal o cual forma, de comentar sobre este poema o aquel otro sin haber leído el poemarío entero, de alardear con boinas afrancesadas que en el mejor de los casos relumbran con una vulgar alusión a la torre Eiffel, y lo peor, de pretender juzgar las otras coronas (que a veces no resultan tales). De todas maneras qué derecho tengo de hablar sobre esto. Pues el que mi corona de cartón me da. No tengo derecho alguno. Igual, esto es un lupanar. A quién le importa.
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