miércoles, 28 de noviembre de 2007

La Corona de Cartón (2)

Muchos escritores tienen un nombre ya pesado, ya engordado por los años y sobre todo con buenos, excelentes, textos. Y cuando un joven como yo pretende acercarse a su literatura, busca antes una pequeña biografía, o al menos una lista de libros (las que suelen decorar las contratapas son las más comunes). Se emociona y con la más torpe ingenuidad lee su adquisición. Ve cada palabra afiligranada, cada imagen, cada personaje como si fueran perfectos (están impresos en hojas de Anagrama, de Siglo XXI, de Alianza, del FCE, y con eso basta). Normalmente lo son. Son personajes increíbles, obras maestras. Pero lo son no por la ingenuidad. Son tales porque despiadados lectores y críticos (otro mito) los leyeron con la navaja más afilada y más cruenta, desgarrando cada metáfora mal lograda, cada ridículo símil y cada personaje iluso (que, entre todos, a lo mejor lleguen a tres), sin importarles el nombre o la editorial o el tipo de letra. Evidente exageración. Lo que quiero decir es que ya va siendo hora de cortar la cabeza del cisne (ese maldito emplumado y grácil ser blanco), el arte no es mágico ni mucho menos. No por estar en París absorberemos, como por ósmosis, el arte de Flaubert o la homosexualidad de Tchaikovsy. No. Absorberemos, ojalá, las figuras hermosas de parisinas altas y rubias, con hermosos ojos, cuyos juicios... en fin. Si algún día voy a París será para odiarla. Con toda mi alma. Odiar el Louvre y odiar Versalles y odiar el Arco. Luego de que el odio haya calado, dejaré de odiarla. Tiene, como ciudad, un acartonamiento demasiado rígido, que de no hacer aquello, invadiría mi cuerpo, como por ósmosis. Otra evidente exageración. Ver desde muy abajo una obra literaria nos impide apreciarla en toda su grandiosidad (si es que hemos escogido bien). Además, maestros son maestros.

Me parece que el error arriba descrito es menos peligroso que aquel que a continuación intentaré referir. Esto porque al menos aceptamos nuestra indudable exigüidad frente a los maestros (suficiente con Auster, ni hablar de un Borges), y de alguna manera corrompe las baratijas y la pintura dorada de nuestra coronita. Lo verdaderamente asqueroso es cuando creemos que somos otro Auster (callo con Borges, porque no soy capaz de escribir tal sacrilegio). Es cierto, muchas veces otras personas nos ayudan a repintar de dorado nuestras pequeñeces, y nosotros las dejamos -por eso prefiero merodear con libros que con gente-. "Oh! Eres sociales! Oh! Tú escribiste eso!" y otras intejecciones suelen preceder a un erizamiento completo que termina en un insesible "Uhm... Sí, yo lo hice". Por eso prefiero los libros.
Cuando estos síntomas se presentan, nos creemos capaces de rechazar una obra de arte con argumentos tan ilusos que aluden situaciones geográficas, tradiciones culturales y hasta niveles económicos. El buen receptor-lector mira con idéntico criterio una película inglesa de los setentas que una andina del dos mil siete. El arte es arte aquí como en el valle Conchínchina. Además, así creemos ridículamente que cualquiera de nuestros textos tiene el derecho de ser publicado y leído por decenas de personas. Lo convertimos en una suerte de hijo, más que biológico, uno «intelectual», uno que se ha desprendido de nosotros y nos ha robado no cinco minutos de placer sino horas de sufrimiento. El texto es tan solo un texto, y debe ser olvidado lo más pronto.
Saber juzgar al arte sin coronas y sin subsuelos permite entenderlo y disfrutarlo, al propio y al ajeno. Espero poder botar mi corona en unos pocos años. Hasta mientras iré a comprar ese libro del grandioso maestro Cortázar que me dicen (todavía no leo nada de él) es un genio.
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1 comentario:

José Luis dijo...

La vida del escritor es una vida solitaria. El escritor, como el ser humano en general, es vanidoso. Es la vanidad la culpable. Ciertamente algunos libros son escritos no para aprender de ellos, sino para que entre sus páginas los lectores se asombren acerca de lo que el autor sabía, grave pecado según mi concepción artística. Empobrecedor considero hablar de los enfoques individuales del arte. A fin de cuentas la cura para la vanidad es la soledad.