jueves, 20 de noviembre de 2008

«No es que estemos locos»

Una noche cierto loco decidió subir descalzo al tejado de una casa y quitarse los pantalones. Los botó al aire y vio una ciudad inmensa y desconocida. Las calles por las que deambulaba se habían perdido. Las voces también. Sospechó que alguien lo veía, pero no estaba seguro.

Primero logró distinguir un edificio del gobierno, viejo y pesado, iluminado con calígine. Intentó pararse de puntillas para observarlo mejor, pero se resbaló sobre unas filudas tejas. Su pierna derecha sangró un poco. Con la mano se limpió; olió su sangre. Se lamió con la lengua y pensó que nadie lo miraba; pero ahora, en cambio, no cabía duda.

Al cabo de un rato sintió que la camisa le pesaba. Safó cada botón sabiendo que era solo otro trozo de plástico. Esa noche desbarató doce ojales y una corbata, saboreando el contacto de la piel con el algodón y la seda. Cogió la camisa por el cuello y la dejó caer. Estuvo escuchando con atención cómo la tela surcaba paredes y quicios, hasta que otro sonido lo amortiguó todo. Era imponente y caótico: le hacía temblar el pecho y creer en la muerte. Probó gritar algo, pero todo contorno había sido sumergido. Cerró los ojos con fuerza y solo entonces logró encontrar aquel ritmo que pronto perdería sus límites y formaría una sola masa duradera, llena de metal y de voces. Luego, por un efímero momento, dejaría que sus sonidos se perfilaran nuevamente. Esa noche, cuando el cuarto ciclo se repitió, el loco dejó de cuantificar lo invisible y se desvistió del todo. Respiró profundamente, y notó que el aire sabía distinto.

Olfateó el calor de la carne frita, la lobreguez del caldo de pollo y lo azucarado del pan. Supo que la gente comía y defecaba. También supo que habían dejado de contar las campanadas hace mucho. A lo lejos pudo escuchar gritos y creyó entender las conversaciones que subían por las chimeneas. Vio su cuerpo árido y deseó utilizarlo en una mujer. Luego creyó que alguien lo veía, pero todo era producto del frío y del hambre. Sin dubitar, decidió levantar las manos y separar con cuidado las piernas. Permitió que el aire y el agua lo influyan y pudo, por algún desconocido albur, reconocer la casa en la que nació y las calles de su peregrinaje eterno.

En ese ámbito humano, gobernado por luces y ruidos, el loco rebuscó con fuerza entre sus entrañas de Hombre. Después de un rato asentó el cuerpo y, dueño de sí, dijo con voz tranquila:

«No es que seamos locos. La cosa es que estamos podridos».
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4 comentarios:

José Luis dijo...

leerte siempre es un placer!

. dijo...

Muchas gracias. Sabes que el sentimiento es mutuo!

Miss Do dijo...

Puedo leer espanol, pero eso es un poco complicado. Vas a ayudar me ?

. dijo...

Con todo gusto!