sábado, 15 de noviembre de 2008

Asuntos Internos

Nunca fui más que uno de los tantos. Eso ya lo sabía, tanto ella como yo. Para mí ella siempre fue distinta (no me refiero al ámbito sentimental). Infundía una suerte de acobardamiento y dependencia en mí, como la cocaína, y su poder era tan fuerte que, en algunos momentos, cortos pero saturados, ni si quiera podía elevar la mirada hacia ella. Encuentro cierta similitud, entre lo que ocurre entre el amo, inmisericorde, y su desprotegido animal en medio de la intemperie en una noche de lluvia. Yo era ese pobre animal. Hasta llegué a pensar que, entre las soluciones más descabelladas, la naturaleza de aquella hembra no pertenecía al género humano. Era superior. De esa forma se explicaba mi temor cada vez que se desprendía de sus pantalones a cuadros y desnudaba su enorme trasero, tan dócil y a la vez firme. Ese trasero ligeramente pardo, que se deslizaba por las hoscas telas dejando entrever sus muslos gruesos, llegando hasta los pies. Ahora era turno de sus bragas de seda. Sus manos precipitaban la seda negra por su par de piernas. Ya desnuda de centro a sur, se incorporaba nuevamente. A medida que la cremallera de su chompa de cuero roja bajaba, más partes de su cuerpo quedaban descubiertas. Con movimientos imperceptibles el sujetador desaparecía de manera repentina, su cabeza volvía a su lugar, luego caía hacia atrás formando un arco casi completo que limitaba con su cadera. Sus rizos se desplomaban, desafiando la gravedad, casi tocando el suelo. Abría su boca. Finalmente yo era lo único que le quedaba. Yo era el perro que llora mientras subsiste la noche, que tiembla aterrido de frío, que gime durante la noche porque alguien lo reclame, por alguien que se apropie de él.

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