sábado, 19 de enero de 2008

La Máscara de Oro

El seductor argumento de la siguiente historia me lo relató mi gran amigo Bepo. De eso ya cincuenta largos años. Espero que ahora no se avergüence de esta tímida ejecución.


Aquella tarde, yo vestía de negro y reclamaba aún la ausencia de mi padre. Hace tres horas que su fresco cuerpo residía bajo tierra.
Estaba en el departamento. Recostado en mi sofá. Veía uno de esos tontos programas de farándula. - Odio los comerciales - pensé, así que decidí levantarme para reacomodar mi apartamento. De repente, escuché el sonido molesto del timbre. Me acerqué a la puerta cuidadosamente, vi que tras de ella se hallaba un mendigo. No le presté atención y me alejé hacia la cocina fingiendo mi ausencia. Fue inútil, pues el timbre no me dejaba tranquilo. Corrí hacia la puerta y sentí un deseo fortísimo de platicar con aquel extraño. El mendigo, para ser sincero, me recordaba a mi padre. Sus fisonomías eran insólitamente idénticas.
Así que abrí la puerta. Era un hombre de baja estatura, tenía los pómulos de un color particularmente rojo. Lo que fascinó mi atención fue una gran argolla dorada que atravesaba su nariz. De pronto observé un gran orificio en el lóbulo de su oreja izquierda, el agujero lo rellenaba una piedra de esmeraldas. Caí en cuenta de que el agujero y la esmeralda se duplicaban del otro lado.
Recordé que tenía pan y ciertos restos del almuerzo que pensé no le caerían nada mal, a aquel misterioso tipo.
Durante la cena cruzamos una que otra palabra, que el tiempo se ha encargado de borrar. Al fin dijo: -Hace tiempo que ando de vago, recibiendo favores de extraños, he recorrido ya todo el territorio-. Empezó a llover.
Entonces se despojó de sus andrajosas vestiduras y al hacerlo advertí que llevaba un camisón que parecía labrado en pan de oro. Al tiempo se le cayeron ciertas platerías metálicas. Me ordenó que las levantase.
– ¿Por qué he de obedecerte? - dije.
– Por que soy un rey - contestó.
Una risa sarcástica se me escapó, creí que aquel tipo debía estar loco.
– Soy el rey de Mogoya (mi padre también me hablaba de Mogoya; hoy en día la gente conoce a esa región con el nombre de Manabí) y pertenezco a la estirpe del sol – objetó.
– Pues yo no creo en el sol – contesté.
Repentinamente obtuvo de sus brillantes vestimentas una máscara dorada, una pieza que simulaba al astro rey, de una hermosura desbordante, sus rayos estaban estilizados como zigzagueantes serpientes cuyas cabezas se parecían a las de los hombres. En la parte central dos ojales y bajo esta una extraña figura, en forma de halcón, espléndidamente trazada.
- Este es el Chunucare sagrado - me dijo. – no existe en el mundo pieza igual a esta – agregó.
- ¿Puedo tocarla? - repliqué.
Entonces la mascará de oro se acercó lentamente hacia mí, sentí con mis manos una forma fría y al abrir mis ojos vi una luz interminable. Luego de unos instantes me vi cubierto de un chaleco de oro, era el mismo que llevaba el mendigo, pendientes del color de la esmeralda adornaban mis orejas. Tenía una corte real a mi servicio, y a un reino entero para satisfacer mis apetitos. Estaba rodeado de miles de mujeres exuberantes, todas eran mías. Entonces la máscara se retiró de mi rostro.
- Mientras esté en mis manos el Chunucare de oro seré rey - dijo aquel vagabundo al que hoy tanto aborrezco.
En aquel momento sentí una ambición incontrolable sobre la posesión de esa increíble pieza y de convertirme en rey. Así que me acerqué a la alacena. Me armé con el cuchillo más afilado y lo sorprendí por las espaldas. Sin más, le hundí esa navaja varias veces en sus entrañas. El vagabundo cayó enseguida así mismo lo hizo la máscara de oro, señalé aquel lugar y me apresuré en deshacerme del cadáver. Regresé por mi ansiada pieza, pero ya no estaba. Había desaparecido. No la encontré. Hace tiempo que sigo buscándola.
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