«Puede – ser – posible», decían las letras en un discreto susurro de neón, y entonces la noche las borraba de un solo golpe aterciopelado. Y otra vez volvía a aparecer en el cielo: «Puede – ser –».
Y volvían a descender las tinieblas. Pero las palabras insistentes se encendían una vez más, y por fin, en vez de desaparecer inmediatamente, quedaban encendidas durante cinco minutos completos, tal como habían concertado la agencia publicitaria y el fabricante.
Pero, ¿quién puede decir qué es realmente lo que destella ahí, en lo oscuro, sobre las casas? ¿El luminoso nombre de un producto o el destello del pensamiento humano? ¿Un signo, una llamada? ¿Un interrogante lanzado al cielo que repentinamente obtiene una respuesta apasionada, deslumbrante como una joya?

Y en esas calles, ahora tan anchas como brillantes, mares negros, a última hora de la noche, cuando la última cervecería ha cerrado sus puertas, un argentino abandona el sueño y sin sombrero ni chaqueta, cubierto con un viejo impermeable, pasea como en trance de vidente. Y a esta hora tardía, por esas calles anchas paseaban mundos absolutamente ajenos entre sí: un juerguista sin juerga, una mujer, o simplemente un caminante, cada cual un mundo aislado, y cada cual un todo de maravillas y desdichas. Cinco viejos carruajes de caballos aguardaban en la avenida junto a la voluminosa forma, con estructura de tambor, de un pissoir: cinco adormilados, cálidos y grises mundos con uniforme de cochero, y cinco otros mundos sobre doloridos cascos, dormidos sin soñar en otra cosa que en avena escapando por el roto de un saco, con suave sonido de caída.
En momentos como éste todo adquiere naturaleza fabulosa, todo se convierte en insondablemente profundo, y la vida parece terrorífica, en tanto que la muerte es todavía peor. Y entonces, mientras uno camina deprisa por la ciudad nocturna, mirando las luces a través de las lágrimas y buscando en ellas gloriosos y deslumbrantes recuerdos de felicidad –un rostro de mujer, que surge del fondo de muchos años de olvido-, de repente, de nuestro loco avance, nos detiene cortésmente un peatón y nos pregunta el camino para llegar a tal o cuál calle, nos lo pregunta en voz normal, pero en una voz que nunca más volveremos a oír.